Notes
La noche del festival no debíamos salir de la casa. Vi cómo estuvo la cara de mamá cuando mencioné que Max nos había invitado a jugar con los otros. Esa línea familiar se cavó entre sus cejas, y me dio una mirada larga. «No». Giró y empezó de nuevo a planchar su blusa.
«¿Por qué?» me quejé un poco.
Mamá suspiró. «Sabes que me voy a la ciudad esta noche. Tienes que cuidar a Íngrid».
Más plañidero, lo confieso, pregunté «¿Por qué tienes que ir en la noche del festival?» Mamá me miró con mucha irritación. «Porque sí. Quédate fuera de lo que hacen los adultos». Colocó de pie la plancha y encendió la radio.
De verdad, no queríamos meternos en problemas esa noche. Solo que, cuando se puso el sol, mamá ya había salido hace tres horas y estábamos inquietos. Nos sentamos frente a la ventana pequeña en la cocina y entornamos los ojos para ver las figuras alrededor del fogón que ardía en el claro detrás de las casas. De repente, Íngrid se levantó y me dijo, «Mamá no sabrá si jugamos una horita». Sentí una leve sonrisa formar en mi cara y asentí con la cabeza. Nos tomamos de la mano y corrimos hasta ese árbol retorcido, donde seguramente estarían nuestros amigos.
Al acercarnos al árbol, dejamos de correr. La única luz que quedaba fue el brillo final del sol recién acostado, y el vago destello ocasional del fuego cuando se añadió material nueva. Conocíamos bien aquellos árboles, el sonido del búho, la forma de la tierra, pero había que tener más cuidado en la oscuridad. A medida que nos acercábamos al árbol retorcido, nos dimos cuenta de que los otros no estaban ahí. Percibí la confusión de Íngrid. Yo también me encontré confundido, y giré despacio a ver si podía oír alguna pista. Fue en ese momento que empezó un aullido largo en la distancia, en la dirección de la cueva. Íngrid me agarró la mano de nuevo; era Gala quien aulló, conocíamos bien su voz. Corríamos hacia la cueva. ¿Qué hacían allá? Seguro que Hugo estaría cagado de miedo. Belén gritó algo ininteligible. Cuando casi se nos acabó el respiro, llegamos a la entrada. Los otros nos vieron y Max nos hizo una seña para que nos acercáramos. Nos apuramos para hacer camino hacia más profundo en la cueva, hacia el túnel. Traté de identificar cuál amigo era cuál, pero la oscuridad escondía aun las siluetas de las rocas. Aquí no hay que preocuparse del sol, pensé irónicamente.
Gemidos miserables hacían eco desde unos metros más adelante. «¡Ya te encontramos, pendejo!» gritó Alan.
No tenía que preguntar qué había pasado ni quién lloraba y se escondía. Hugo—ese gallina, estúpido llorón—habría chismeado a su mamá lo que pasó el año pasado. Íngrid y yo seguimos los otros en la caza. Le haríamos arrepentirse. Hugo, que se preocupaba demasiado, que siempre interrumpía la diversión, que se creía mejor que nosotros, que trataba de esconderse detrás de su mami a cualquier miedo. ¿No sabía que las madres no son para eso? Solo les dejan agarrar la falda a los guaguas.
Esa noche yo estaba alegre de haber escapado de la casa. Tanta satisfacción se sentía cuando cercamos a Huguito, cuando vio el falso Diabluma. Y bailé esa danza errática al ritmo de los sollozos del Huguito, y las paredes de la cueva se temblaban con nuestros rugidos.